Aquella mañana se había levantado muy temprano, era un día especial y quería prepararse, arreglarse con esmero, por eso se había puesto el despertador a las seis, no quería llegar tarde a su primera cita.
Se metió en la ducha y con calma se enjabonó y se lavó el pelo. Una vez enjuagado se aplicó con mimo aquella mascarilla que lo dejaba tan suave y con tanto brillo. Después de aclararse, se entretuvo un buen rato bajo el chorro de agua, cerró los ojos y dejó que le resbalara por la espalda. Acostumbraba a ir siempre con prisas, pero ese día quiso disfrutar de ese pequeño placer.
Una vez hubo salido de la ducha, empezó a arreglarse. Se puso ese vestido que tanto le gustaba, el de punto azul que resaltaba su silueta. A continuación, se maquilló con cuidado: eyeliner en los ojos, rímel en las pestañas y rouge en los labios. Para terminar, con el secador acabó de peinarse y dar forma a su larga y oscura melena.
─Estás preciosa─se dijo bajito al contemplarse en el espejo y haciendo un pequeño guiño.
En aquel momento vio reflejado a su marido que acababa de entrar en el baño.
─Me visto en un pis-pas y marchamos─le dijo.
Ella asintió con la cabeza.
Él le apartó el cabello y le dio un beso tierno en el cuello.
Llegaron a la hora. Les llamaron puntuales. En cuanto la vio, lo reconoció enseguida, «son todos tan jóvenes», pensó. Llevaba su historial y un lacito rosa prendido con un pequeño alfiler de la solapa de su bata blanca.
─¿Lista para la batalla?─le dijo con expresión jovial mientras le pasaba el brazo por los hombros y ella notaba su calidez.
Sonrió, y acompañando a su enfermera con pasos decididos sobre sus bonitos zapatos de tacón, entró en el box número uno de quimioterapia.
Mi agradecimiento:
Los ángeles existen y puedo dar testimonio de ello. Durante diez largos meses los he tenido a mi alrededor: médicos; como mi oncóloga, que me informaba de mi estado en todo momento con palabras sencillas, para que no tuviera ninguna duda; como mi radiólogo, afectuoso y respetuoso en todo momento; las encantadoras enfermeras del hospital de día, a las que nunca les faltaba una palabra de cariño y una sonrisa y que te ayudaban en los momentos más duros, en los tratamientos más agresivos, y en las pruebas necesarias, pero dolorosas. Las auxiliares, que siempre tenían un comentario gracioso y te hacían reír con alguna tontería; y al personal administrativo que, con una paciencia infinita, programaban visitas y pruebas coordinándolas para marearte lo menos posible, o que te acompañaban del brazo, si aquel día lo necesitabas, y te alargaban un pañuelito, si una lágrima traidora dejaba entrever que no tenías un buen día. Todas ellas me han acompañado durante este tiempo haciendo que el miedo no se apoderara de mí.
A todos estos ángeles, personas la mayoría anónimas, que trabajan en el campo de la salud, mi gratitud por esta labor entregada y muchas veces poco valorada.
Paquita Clausell Beltrán
Secretaría Dirección General